miércoles, 19 de diciembre de 2007

Cara de Perro

A cara de perro lo conocemos todos. Puede ser cualquiera, como el demonio de Fallen. Puede ser ese tipo detrás del volante, al que Dios le regaló un pito en vez de labios. Puede ser un funcionario, disfrutando de su divinidad tras su espacio acotado en el vano de una pared. También puede ser el viejo que refunfuña en voz baja pero audible, para que todos nos percatemos de que desaprueba este siglo, porque el pasado le quedó corto. O los chavales que te asesinan con sus miradas debajo de las gorras, esas miradas de L.A. bro, take it easy man, que intentan demostrarnos que son terriblemente peligrosos. O los policías cuando entras en la comisaría, que dan por sentado que llevas una bomba en tu mochila de estudiante.

Qué pena me da de ver tantas manifestaciones de cara de perro sólo yendo y volviendo de la universidad. Que el mundo es un asco lo sabemos todos. Que el mundo es un asco, en parte, gracias a la contribución de cara de perro, no tantos. Se ha perdido el valor de la sonrisa, un tanto indefinida y sincera, cuando nos movemos por la ciudad. Madrid estrangula nuestras almas con la paciencia de un psicópata en serie. Si vas sonriendo por la calle, pensando en tus cosas, la gente tiende a pensar que eres un poco tonto.

Una de las cosas que más me gustan es entrar al estanco. No sé por qué será, pero los estanqueros tienen un algo especial. "Hola, buenos días ¿cómo estamos? Muy bien, muchas gracias". Sonrisa por aquí, sonrisa por allá, compras cuatro sellos para Estados Unidos y te explican de cuánto deben ser y cuánto aumenta el precio dependiendo del tamaño de los sobres. Los estanqueros, vaya dios a saber por qué, han escapado de la maldición de Madrid, de los gritos y las miradas sucias, de las manos en los bolsillos que sujetan temblorosas una navaja dialéctica o real para aquél que vulnere nuestro espacio; aunque sólo sea un roce.

Yo, después de tratar con mi estanquero, vuelvo a casa y soy feliz. Tengo esa sonrisa de estupidez en la cara. Es una sonrisa que no me hace guay ni peligroso. Pero es lo que hay. Unas palabras cordiales y amables obran milagros y, además, funcionan como un sortilegio. Yo ya no frecuento otros estancos, que no quiero traicionar a mi estanquero.



Hay que saludar en el ascensor, hay que sujetar las puertas del portal para que entren los rezagados y hay que ayudar a las viejecitas con bolsas de la compra, y cederles el sitio en los autobuses. Hay que admitir los errores de los demás cuando conducen, porque errores los cometemos todos. Y hay que responder con simpatía, y resolver las dudas de todo el que se acerque a preguntarte cuando estás en tu puesto de trabajo, aún a pesar de que tu anterior cliente fuese cara de perro. Si no, te conviertes tú mismo en cara de perro, y conviertes en cara de perro al que venía feliz y pensando en sus cosas. La maldición se transmite como en Fallen, pero este virus sólo necesita contacto visual.

De vez en cuando, sin embargo, se oyen risas por la calle. Cara de perro también se ríe, no se vayan ustedes a creer lo contrario. Se ríe de los demás, a carcajada abierta, a mandíbula batiente, a labios partidos. Se ríe con prepotencia de los demás. Qué triste. Qué paradoja.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Te has parado a pensar en que cara de perro es sólo la evolución de una persona con nombre propio? Es posible que lo que tu veas sean sólo las circunstancias, que el instante en el que se cruza en tu vida sea el único de la suya en el que tenga esa expresión...
¿Has pensado que para otros muchos tu también has podido ser en algún momento cara de perro?¿Un ceño fruncido sobre el fondo gris de Madrid?
No hay que subestimar las casualidades...

Anónimo dijo...

Si. Seguro que ha pasado más de una vez. No subestimo las casualidades, lo que pasa es que me resulta difícil creer que la "tónica general" de la actitud de la gente por la calle sea una mera casualidad. Todos hemos tenido mala cara alguna vez, y todos hemos soltado borderías. Pero eso es como el que pasa un resfriado, y yo me refiero a enfermos de verdad.
Igual es que la gente sólo tiene días malos. Si es así, entonces deberíamos de empezar a reconsiderar cuál es nuestro baremo para tener un buen día y (aunque suene muy new-age y come-flores lo voy a decir de todas formas) dejar de untar energía negativa en los demás de forma gratuita. Normalmente la gente con la que pagamos nuestro mal humor tiende a ser, casualmente, la que menos se lo merece.

Anónimo dijo...

Pues ahora que lo dices, tienes bastante razón... Realmente hay demasiada gente con una "almorrana mental" constante que y que tiene a creer que mientras peor te trate, tu te sentirás peor y de esta forma él podrá sentirse superior durante unos segundos... Y lo que más le puede joder a esa gente es que te dirijas a ella con mucha seguridad y una gran sonrisa de vida satisfactoria que no consigan rebatir.
Sobre todo la seguridad, esa que ellos no tienen y que quieres absorber amargando a los demás, en el momento en que tartamudean una vez su hechizo se rompe.
De todas formas no merece la pena ni dedicarles dos minutos para romper su equilibrio de destructor de ánimos, porque en el momento en el que entras en su juego te conviertes en parte del problema.